Allá donde confluyen los torrentes del alma,
donde el silencio engendra el canto de los pájaros,
donde la muerte es sólo manantial de memorias
y la paz es un bosque de bambúes y hayas,
donde los sueños duermen al abrigo del viento
hay un templo interior.
Para llegar, viajero de la psique, príncipe vagabundo,
hay que caminar despacio a través de desiertos y montañas
sin senderos ni atajos,
días sin sol y noches sin luna,
la ruta de la seda
siete veces
ida y vuelta;
hay que remar siempre a favor de corriente,
como un nenúfar que se desprende de la orilla, siempre hacia el mar
y, una vez en las olas,
romper remos, izar velas,
nadar con la marea;
hay que volar con las alas desenterradas y abiertas,
en una espiral áurea
o donde el tifón o el siroco
arrastren a los pétalos del sakura
o a las hojas sangrantes de los arces;
hay que arder en la hoguera
de la pasión y el éxtasis,
del amor sin barreras o la fe
porque al final del viaje
tu ofrenda ante el espejo
en el centro de ese templo
que en ti anida
serán esas cenizas
y una leve sonrisa
murmurando
"He llegado".
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