lunes, 18 de febrero de 2008

Diarios de Berkeley: Día 3, Mes del Cielo (Truckee, California)

La soledad es un sentimiento extraño que sólo se percibe al añorar. El sabio busca la soledad mientras el necio la aborrece. Pero cada ser humano es a la vez sabio y necio en mayor o menor medida. Cada uno de nosotros ha sentido la llamada de la soledad y ha sufrido sus heridas. ¿Qué es más triste que sufrir la soledad en medio de una multitud eufórica? ¿Es sabio quien huye al desierto porque no supo encontrar su lugar en la sociedad o es un necio porque no supo encontrarlo? No hay placeres más amargos que los que encierra la soledad. El silencio es, por ejemplo, uno de esos placeres, pero ¿concebiríamos el silencio sin el rumor de la brisa o el canto de los pájaros? No es sabio el que busca el silencio sino el que busca la música perfecta para llenarlo. No es la soledad una meta, sino una huida de nuestra incompetencia social. La soledad sólo es bella cuando puede ser compartida. Y a pesar de ello, cuando subo a la montaña hoyando las nieves vírgenes, perdiendo mi vista en la verticalidad de la roca, enredando mi alma en la madeja de ramas de los pinos muertos, siento una llamada que va más allá de lo inteligible y que arranca de lo más hondo de mi espíritu el deseo reprimido de amarga soledad. Deseo integrarme en el paisaje, formar parte de ese espacio inmenso, de ese silencio inmutable, triunfante, donde la vanidad humana que sustenta nuestro orgullo es tan insignificante que podría romper ese silencio a carcajadas.

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