lunes, 5 de noviembre de 2007

ECO Nº2 (diciembre 1992)

Nada.
Vacío.
Desde más abajo la muerte se diluye en la brisa,
espacio sordo,
violín estrangulado por el arpa.

Vacío.
No hay nada, ni aves,
ni alas dibujadas en el aire
ni acantilados hiriendo
ese vacío.
Sólo cielo y agua negros
y la noche aprisionada, ciega,
sin luna que naufrague a ritmo de vals.

Nada:
ni en tus labios lejanos, flor sangrante,
ni en los acordes del piano afilado
que hiere los tímpanos de mil marineros en sus ataúdes azules.

Y la rosa,
la rosa violeta que nadie ha soñado,
que nadie vio sus pétalos doliendo en la memoria,
la rosa que acaricia los cuerpos como dunas,
que penetra en los vientres sin espinas
sin ignorar las lenguas de humedad infinita,
la rosa altísima que se cree celeste
y es divina saliva entre los muslos tensos desde el primer gemido,
la rosa
vacía
como un labio que espera,
muy vacía
como un nido de angustia en el paladar.

Hay dos amantes sintiendo su distancia florecer.
Tras el próximo pétalo
ya no quedará
nada.

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