sábado, 28 de septiembre de 2019

Kéfir


Hay días que una sombra apocalíptica como una enorme ola de barro cubre todos los pliegues del crepúsculo, días que te esperaba vestida de sonrisa con un aura-corona radiante, ardiente, días que te auguraba en mi punto divino, que te materializabas en los umbrales de mi deseo, viajero en el desierto frente a un oasis de aguas cristalinas que siempre puede ser un espejismo, días que te soñaba más despierto que nunca, días en que el olvido sabía que hay besos indelebles tatuados en la raíz de la memoria que pródigos emprenden su regreso, pero a veces el cielo se oscurece en un vuelo de cuervo y todo es devorado por la imparable sombra: el espejismo vivo, la aurora, la memoria... Hay días que esperaba mariposas y aquí están, disecadas, clavadas en mi corazón con alfileres de entomólogo. Necesito un horizonte, no un camino, no, como decía el poeta... Para caminar solo necesito estar frente a ti, mi horizonte.

¡No pasa nada! -dices, mientras todo se apaga, mientras la magia dulce fluye río abajo hacia un mar que los plásticos anegan. Te amaré, aunque lejano o forastero, como la vela silenciosa al viento, aunque sé bien que el viento desea volar solo, levantar los vilanos y las hojas de otoño sin que ninguna vela se entrometa. 

Tu tiempo es el tesoro más precioso, el más disputado y el más frágil. Oh, sirena ermitaña, reina de los delfines en brazos de un Proteo siempre en metamorfosis, delicada como el tallo de una orquídea, consciente del peso de tanta belleza contra la ley de la gravedad. Tu tiempo es un tesoro indescriptible que todos los mortales que adoran la belleza codiciamos, porque eres una venus de éter esculpida en el alma de una lágrima, porque un día la muerte escondida en el humo vendrá a reclamar todo lo que lo la hemos robado y tu amante doliendo llorará todas esas noches que fueron ciegas a la luz del cometa, esas noches negadas a las pieles del éxtasis, esas noches en las que la distancia entre nuestros labios fue una larguísima espada tosca de madera que mordimos hasta afilar los dientes. Y esa distancia son cincuenta o doscientos o dos mil kilómetros de grima y de nostalgia.

Luego te siento volar, ave majestuosa encendida de vida, por encima del techo de mi humana miseria, de mi corazón viejo bombeando la bilis del deseo, por encima quizás de las lianas y zarzas de tu propio miedo a volar, de tus indecisiones... Y esa visión de libertad tan pura me conmueve y no acierto si debo quedarme aquí, vacío de esperanzas, lleno de anhelos, llorando, obediente, o desplegar mis alas y vestir tu bendita soledad de este amor cristalino mientras sigue en plena ebullición, no sea que un día cese de fermentar, no sea que algún día, como el fluir de todo lo eterno, se agote. 

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